jueves, junio 18, 2009

Memorias de un cinéfilo (4)


Sombras de la China, sombras de la China.
Vea correr la liebre por la cortina,
al ganso haciendo el ganso,
al héroe y al villano.

Sombras de la China, de J.M. Serrat

Mis precarios inicios como aficionado a la pantalla grande se ubican en Barlovento. Fue a mediados de los años 50, cuando entre las brumas del mito y las candilejas de parpadeante modernidad vi mis primeras películas. A estos primeros filmes les precedió la práctica de jugar con las luces de los carros que se proyectaban en la pared de mi casa ubicada en plena carretera nacional vía Higuerote. A modo de improvisar una especie de teatro de las sombras, mi primo Víctor y yo nos dedicábamos a configurar con las manos toda clase de imágenes que en nuestra temprana imaginación se nos antojaban vivas y acordes a los deseos de fantasear las historias que aún no habíamos visto en el cine.
Esa incipiente sed de cine fue aplacada por las primeras películas mexicanas que llegaron al caserío Las Morochas. Bastaron apenas 5 minutos de proyección de película para que olvidáramos esas sombras de la China que quedaron ancladas en esos sueños artesanales cercanos al mito de nuestra primera fantasía.
En un corralón ancho se fueron alineando las sillas plegables y taburetes que cada espectador iba llevando al lugar donde se proyectaría la primera película que vi en mi vida. El rostro de María Félix acercándose al de Jorge Negrete nos mostraba el romance arquetipal entre los herederos de dos familias rivales. Se trataba de El peñón de las ánimas (1942), película dirigida por Miguel Zacarías que en la provincia vimos con excesivo retraso.
A El peñón de las ánimas le siguieron cintas como: Allá en el rancho grande y Adiós, Mariquita linda, en las cuales brilló el carisma de Tito Guízar; Los tres Villalobos y otras que ya no recuerdo por más que trato de activar los resortes de la memoria. Gracias a la música mexicana de aquel entonces (rancheras, corridos y guapangos) aún puedo evocar algunos retazos
Esa afición (más obligación que libre elección) por el cine mexicano continuó creciendo y alimentándose en el tiempo con no pocos bodrios y muy contados aciertos. De los Estudios Churubusco Azteca S.A. recuerdo haber visto algunas películas de Santo El Enmascarado de Plata como Santo contra los cerebros del mal, Santo contra los hombres infernales y Santo contra los zombis, entre otras que forman parte de una saga casi interminable de héroes, villanos y situaciones llenas de misterio, temor y el eterno reto de enfrentar la muerte y el mal.
Ese primer cine que vi durante mi niñez y temprana adolescencia estuvo dominado por las producciones mexicanas made in Chapultepec. Fue un tiempo de aprendizaje que yo defino como calistenia intelectual que para bien o mal alimentó mi hambre de voyeur insatisfecho.
Sin atreverme a dar una lista pormenorizada de esas películas que agrupaban a valiosos talentos de la escena azteca, creo que ese cine sirvió de entrenamiento a los ojos y agudización del resto de los sentidos en una tarea preparatoria de la sensibilidad ante las fluctuantes sorpresas de que nos depara el arte. Ese cine, repito, a veces artificioso, lacrimógeno y no exento de una proverbial cursilería, sirvió para activar nuestra accidentada sociología latinoamericana. Parte del discurso justicialista e igualitarista de algunos caudillos populistas de ese continente tiene su principal referente en este cine, el cual define nuestra personalidad histórica encerrada en un prolongado laberinto de ficciones, mitos y soledad. Envueltos en la eterna prehistoria de una niñez que no nos abandona, seguimos jugando a las sombras de la China, haciendo gestos desesperados frente a la cortina de la historia. Así lo percibo cuando vuelvo a esas imágenes marchitas. Ante el desfile de escenas en blanco y negro me veo a mi mismo frente a una pared blanca donde con gran ilusión insisto en inventar figuras extrañas, inéditas y capaces de articular historias y procurar un poco de felicidad. Esta historia continuará. ¡Abur y hasta la próxima semana! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

miércoles, junio 10, 2009

Memorias de un cinéfilo (3)


Parte de esa cultura cinematográfica que nos hemos forjado a lo largo de estos años viene tatuada en los soundtracks, temas musicales o bandas originales de las películas por las cuales sentimos una marcada predilección. En esos sonidos inolvidables se conjuga una porción significativa de nuestras afinidades como expresión de esa cultura de masas que para bien o mal nos pertenece.
Los temas musicales de las películas establecen asombrosas asociaciones con fragmentos claves de nuestra vida, articulándose con las imágenes, que a pesar del tiempo transcurrido, permanecen ancladas en nuestro inconsciente colectivo. Si pudiéramos unir cada uno de esos instantes musicales, tendríamos narraciones maravillosas, que unidas a las imágenes, estructurarían el mejor guión sobre nuestro recorrido por esta vida.
En mi caso particular comienzan a seducirme los temas de películas desde la famosa Marcha del Coronel Boggie, según adaptación que hace Malcolm Arnold de una pieza compuesta originalmente por Kenneth Alford y que forma parte de la banda sonora del filme El puente sobre el río Kwai (1957), dirigida por David Lean (el mismo del Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia).
Después con el correr del tiempo se agregarían otros temas como: el Tema de Lara de la película Doctor Zhivago; Zorba el griego; Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza, composición de Burt Bacharach que sirvió de tema al film Butch Cassidy). Con mucha emoción recordamos la música de Los Magníficos 7, basada en los 7 samurai de Akira Kurosawa y que en nuestro medio se conociera como 7 Hombres y un destino); Un hombre y una mujer; El último tango en París (tema compuesto por el Gato Barbieri para el film de Bernardo Bertolucci), entre otros nombres que saltan desde el baúl de los recuerdos.
Muchos de estos temas tienen tanta calidad que han cobrado su independencia para perdurar más allá de las imágenes y anclarse en nuestra más recóndita memoria. En algunos casos es tanta la calidad que al pasar los años tarareamos estas melodías sin recordarnos ni un centímetro de la película. De esa galería surgen nombres de compositores con gran fuerza creativa y trascendencia.
En una lista muy especial colocaría a Nino Rotta, portentoso compositor italiano que acompañó con su música a directores prestigiosos como Fellini (en La dolce Vita y 8 y medio), Visconti (El Gatopardo), Zefirelli (Romeo y Julieta), Francis Ford Coppola (la saga de El Padrino basada en libro de Mario Puzzo), Ennio Morricone, autor de numerosos temas de cuales citamos: Por un puñado de dólares y El bueno, el malo y el feo, dirigidas por Sergio Leone, además de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore; John Towner Williams, autor de La guerra de las galaxias, ET, Indiana Jones, Harry Potter y el Prisionero de Askabán, entre otros múltiples sound tracks).
Quizás esa toma de conciencia ante la calidad de algunos temas musicales hechos para el cine se produce en mí a partir de los western espagueti, que en medio del tiroteo y la bien concebida violencia noté un lenguaje especial que más de una vez me hizo volver al cine para ver de nuevo la película y así escuchar los cautivadores sonidos.
Temo que al hacer estas afirmaciones no estoy siendo nada original, pero es a partir de estos temas hechos para acompañar las escenas cargadas de emoción cuando la banda musical comienza a tomar mayor relevancia en el gusto del público. Un sector nada despreciable de la crítica señala que el spaghetti western cambió la forma de hacer cine porque hasta ese momento, salvo muy contadas excepciones, las expectativas e interés del público estaban centrados en los protagonistas y el director, dejando para un tercer y cuarto lugar la música y el guión, dos factores vitales para conferir belleza estética y fuerza corporal respectivamente a cada filme.
Al convertirse en un elemento clave que refuerza el contenido de cada escena, la música en la actualidad ocupa un lugar estelar casi igual que los actores y el director. Quien escribe música para cine no debe ir sólo al centro de las imágenes sino al fondo mismo del corazón del espectador. Eso explica la razón por la cual nuestro estado de ánimo cambia después de ver determinada película. Una prueba de ello pude constatarla cuando vi Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore en el teatro Caroni en la Plaza Venezuela. Al salir estaba llorando y con un nudo en la garganta. Mi acompañante, el amigo Manuel Cabesa con los ojos también humedecidos me invitó a tomarnos unas cervezas y así comentar esa inolvidable película. La música establece las pautas de tensión, zozobra, emoción, placidez y el clímax en una producción cinematográfica. Lo más asombroso es que al pasar el tiempo esa música sigue hurgando en los recuerdos para estructurar en nuestro interior otro guión que quizás nunca escribiremos pero que convive con nuestra respiración y nuestros más caros anhelos. Esta historia continuará. ¡Abur y hasta la próxima semana!

sábado, mayo 30, 2009

Memorias de un cinéfilo (2)


Es imposible eludir o negar el papel que ha jugado la Cinemateca Nacional en la formación de la conciencia cinematografía y la educación visual de muchos de quienes hoy pasamos de los 40 años.
En esa vieja edificación de la GAN que desde hace 43 años le sirve de sede a la Cinemateca Nacional se gestó la más profunda y fructífera cátedra de historia del cine, al tal punto que mi profesor Carlos Camacho, encargado de la cátedra de Introducción al cine en la UCV, no se cansaba de repetir: “Ustedes aquí no van a aprender mucho. Mejor váyanse a la Cinemateca. Es mucho más efectivo”.
Muchos le tomaron la palabra. En mi caso ya me había adelantado a esta sabia sugerencia. Durante muchas noches, sorteando entre horarios inconvenientes y el escaso dinero, me trasladé a la Cinemateca para disfrutar y aprender de los clásicos. Cada noche tenía acceso a una cinematografía, un director o una propuesta distinta, cuya comprensión se facilitaba a través de las muy didácticas fichas técnicas que venían tipografiadas y procesadas vía esténcil en tamaño extra oficio.
Además de entrar en contacto con un mundo inédito, de fructífero aprendizaje y permanente fruición, mis visitas a la Cinemateca me permitieron conocer muchas personas con quienes ejercité mis primeras críticas cinematográficas. Ese fue el mismo tiempo cuando llegué a tapizar todo mi cuarto con afiches de las principales instituciones culturales del país. Recuerdo un afiche de Emiliano Zapata alusivo a una muestra de cine azteca. La figura del legendario revolucionario dominaba toda la habitación en la cual compartía espacio con otros pósteres.
Junto a mi afán por coleccionar afiches, se iniciaba mi interés por incrementar el número de libros y discos de aquel entonces. Si hay una canción que ilustre certeramente esa etapa de mi vida, esa se llama Tornero, pieza que interpretaba el grupo italiano I Santo California (aunque creo que la original era de La Quinta Faccia). Esta canción me recuerda el despecho que me causó una novia cumanesa. Esas horas de desamor las fui llenando con música y tertulias entre amigos y amigas en un apartamento de la prolongación de la calle El Lago de Los Magallanes de Catia. A la par de los nombres de los muchachos y muchachas de la cuadra (Enrique, Jose Luis, Blanquita, La Negra, Sonia) brotan los ecos de algunas melodías como: La guerra de los Dioses, de Billy Paul; Todos los barcos, todos los pájaros, de Gianfranco Pagliaro; La Bikina, de Gualberto Ibarreto; Sereno, por Drupi; Hoy daría yo la vida, por Martinha; Bella senz´Anima, con Ricardo Cocciante; entre otras que hoy nos convocan a revivir la nostalgia de un tiempo diáfano.
Al compás de estas melodías surgen como en fotogramas comprimidos, escenas de películas que vi en una Cinemateca diseñada desde la diversidad de una democracia plural donde lo ideológico no era freno para el disfrute de lo estético. En todo caso, las premisas políticas sólo operaban como complemento de un todo que no necesariamente tenía porque determinar la complejidad de la insólita belleza.
Era tanta mi entrega a la Cinemateca que la mujer de un compadre llegó a decirme, no sin cierta sorna: “!Mijo, desde que te conozco no quieres salir de allí. Un día de estos va a salir preñado de la Cinemateca!”. Y no se equivocó Omaira. Salí preñado de ideas luminosas y con un cosmos lleno de sueños y fantasías, muy superior a la sórdida realidad que aún me circunda.
Como museos o bancos de cultura, las cinematecas deben no sólo resguardar el patrimonio cinematográfico de todo el mundo, sino sentar las bases de una sólida cultura visual. Esa pauta fijada por la Cinemateca dio pie al florecimiento de los cineclubes y las salas de arte y ensayo, más propias de los circuitos comerciales. Pero esa otra historia que quiero traer a colación en una nueva entrega. Esta historia continuará. ¡Abur y hasta la próxima semana! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

jueves, mayo 21, 2009

Memorias de un cinéfilo (1)


Sería necesario vivir dos vidas para disfrutar de las noblezas del cine arte que se hizo durante el siglo XX. En una lista significativa se anotan autores fundamentales, sin cuyos aportes sería difícil, por no decir imposible, entender la esencia de la modernidad A la par de la música y la literatura, el cine fue alimentando la estética y el espíritu mismo de la modernidad. Buñuel, Bergman, Passolini, Bertolucci, Godard, Truffaut, Kurosawa, Fellini, Zefirelli, Allen, Saura, entre otros portentos del séptimo arte fueron los diseñadores de una secreta enciclopedia que nos enseñó a mirar el mundo y a nosotros mismos de otra manera.
Fue su carácter de transformadora novedad lo que me animó a ser adicto al cine. Aunque mi afición al cine arte nace formalmente en 1974 cuando comienzo a visitar la Cinemateca Nacional, fue en 1969 con el estreno en Venezuela de la película Fellini Satyricon cuando brotó en mí la curiosidad de ver algo distinto al cine comercial y tradicional.
El hecho se produjo en el viejo cine California cuando un domingo, sin avisar ni invitar a nadie encaminé mis pasos hacia esa sala que compartía espacio con la fuente de soda del lugar. Fue en ese rincón donde me dejé atrapar por las imágenes de una propuesta cuyo contenido entendía muy poco. Esa película que años después vi con mayor atención provocó en mí un cambio absoluto en mi manera de percibir el cine, el arte y la vida.
Con el tiempo, a la ya existente Cinemateca Nacional se fueron agregando otros espacios para el cine arte como Sala de conciertos de la UCV, Cine Prensa del CNP, la Previsora, el Cine Trasnocho y unos cuantos cines comerciales que apostaban a esta modalidad. En este último renglón se inscriben Radio City y el Centro Comercial Cacaito; el Ateneo de Maracay y el Cine Club de la Facultad de Agronomía de la UCV en Maracay, entre otros que constituyeron los espacios de esa primera educación intelectual y afectiva que alimentó mi espíritu y ahuyentó parcialmente el travieso fantasma de la soledad.
Fue a raíz de la muerte de mi madre y en atención a las sugerencias de la amiga y compañera de estudios Cenayda Rivero cuando tomé la decisión de visitar con más frecuencia esas salas de cine. “Si quieres drenar esa tristeza camina-insistía mi amiga-, camina hasta que el cuerpo quiera detenerse” Así lo hice, y entre trecho y trecho entraba a una sala de cine.
El impacto o sacudón que sintió mi sensibilidad con Un perro andaluz (de Buñuel) abrió un camino del cual no me he separado, a pesar del empeño de la industria del entretenimiento por sacrificar los derechos del espectador exigente por las ganancias del mercado o las urgencias ideológicas de algunos gobiernos unidimensionales.
En mi transitar por la pantalla grande en sonido estereofónico y en banda de 35 milímetros tuve la dicha y el privilegio de ver grandes maravillas como Cuernos de Cabra, película búlgara dirigida por Metodi Andonov; El Silencio de Igmar Bergman, El discreto encanto de la burguesía y Belle de jour, de Luis Buñuel, La Conversación de Francis Ford Coppolla, Ladrones de bicicletas y El jardín de los Finzi Contini, de Vittorio de Sica (Con la inolvidable actuación de Dominique Sanda, cuya excitante boca aún nos seduce desde la distancia que marca el tiempo), Novecento, de Bertolucci; Teorema, y Los Cuentos de Canterbury, de Pier Paolo Pasolini; Fahrenheit 451 y Jules et Jim, de Francoise Truffaut; Araya, de Margot Benacerraff; Oriana, de Fina Torres; 8 y medio, Amarcord Federico Satyricon, de Federico Fellini; La naranja mecánica, de Stanley Kubrick; Cuentos de la luna pálida de agosto, del japonés Kenji Mizoguchi; Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, entre una larga lista en las cuales no anoto algunos clásicos históricos (Doctor Zhivago), y musicales como Woodstock.
Ese primer cine arte, hecho en gran parte en blanco y negro, fue la base de mi estética visual. El cine y lo más revelador de las vanguardias artísticas del siglo XX fermentaron en mí una semiología de la imagen que terminó por conformar una estética de la vida, de la política y de lo humano. Ahora cuando es muy fácil y sencillo acceder al gran cine a través de los blogs especializados, no dejo de sonreírme y valorar todo ese tiempo depositado en esas salas de cine que fueron los verdaderos centros de mi formación.
Fue a propósito de un blog dedicado a los clásicos del cine cuando comencé rememorar esos instantes vividos en la oscuridad esclarecedora. Valga ese oximoron que fue y sigue siendo para mí el cine: la oscuridad encendida o la tiniebla resplandeciente de belleza, revelaciones inauditas y muchos recuerdos que nos permiten valorar aún más esa vida fraguada y realizada en libertad. Esta historia continuará. ¡Abur y hasta la próxima entrega! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

jueves, mayo 07, 2009

Con tu blanca escualidez


Resulta difícil, por no decir imposible, no asociar la imagen de Blanquita a la canción de Procol Harum A Whiter shade of pale. El tema cuya traducción literal es Una blanca sombra de palidez fue conocido en nuestro país por el título Con tu blanca palidez. Lo cierto es que al escuchar esa melodía me traslado automáticamente a los alrededores de la plaza Altamira (1972), espacio geográfico donde se movía el personaje que hoy traigo a colación.
Cuando conocí a Blanquita ya habían pasado algunos de los acontecimientos que marcaron a mi generación, la misma del Mayo francés y la renovación académica y todos quienes de alguna manera estuvimos gravitando en la onda de Woodstock y el viaje a la luna. Blanquita (cuyo apellido y nombre de pila no recuerdo) era una muchacha etérea, nacida en la abundancia propia de una familia adinerada del este de Caracas. Era para más señas, una estudiante de pensamiento avanzado, que sin caer en los extremismos del ya decadente marxismo leninismo, conjugaba justicia social y libertad.
Blanquita era una verdadera caja de Pandora. Recuerdo la primera vez cuando me pidió que la llevara a conocer un barrio de Caracas. Su petición me causó una especie de hilaridad y curiosidad. Si ella deseaba llegar al fondo de la pobreza de nuestras principales barriadas, yo en cambio quería indagar en su particular sociología. Dueña de una impactante belleza informal, poseía el justo sex appeal (para usar un término de la época) necesario para conectarse con sus semejantes. Aunque de familia acaudalada, jamás mostró signos de ostentación. En sus argumentos políticos indicaba que la pobreza no era una virtud sino un lastre porque al final la familiarización con las carencias materiales terminaba fomentando la más terrible de todas las miserias: la pobreza espiritual, la cual guarda una peligrosa afinidad con el conformismo y el resentimiento.
Lectora de Marcusse, Henri Lefevre y Marshall Mac Luhan, por citar tres autores fundamentales de la contracultura de los 60, Blanquita era partidaria de un socialismo con rostro humano. ¿Qué sentido tiene luchar por un socialismo para ser más pobres y menos libres?, se quejaba con mucha razón nuestro personaje. Sin justificar el socialismo utópico, argumentaba que con sus políticas reivindicativas y sociales, Eugenio Mendoza era más revolucionario que muchos marxistas, leninistas, guevaristas, maoistas y cuántos marxianos hay en este humano mundo.
Como toda estudiante universitaria de aquel entonces, Blanquita había bebido de las fuentes de la renovación académica y del deslinde ideológico que se produjo en 1968 en la izquierda venezolana, fundamentalmente en el Partido Comunista de Venezuela a raíz de la invasión a Checoslovaquia, que a punta de tanques, protagonizó el imperialismo ruso para impedir precisamente la instalación de un socialismo con rostro humano.
A la par de sus avanzadas posiciones políticas, Blanquita era amante del rock sinfónico, del cual Procol Harum era su favorito y más fiel exponente. Estaba seducida precisamente por la belleza envolvente de la canción Con tu blanca palidez, de la cual yo parodiando su imagen en el tiempo y extrapolando su recuerdo a este presente impreciso y contradictorio, la llamaría “con tu blanca escualidez”. Más allá del decálogo del chavismo, lo escuálido es lo macilento, lo desmejorado, lo deteriorado o apocado. Pero también si se quiere ahondar un poco más, lo minoritario e irrisorio. Tal calificativo también cabe para cualquier organización o club que esté en desventaja numérica con respecto a los factores de poder político o económico.
Ahora me pregunto: ¿quienes viven en el Este opulento son escuálidos por ser minoría?, o ¿se es escuálido porque las ideas de algunas minorías no necesariamente comulgan con las mayorías anestesiadas y manipuladas de todas las épocas? Blanquita era una escuálida ante el apabullante poder de los adecos y seguramente lo sería hoy día ante el aplastante número de socialistas que en la actualidad se cuadran con el poder establecido. Se es escuálido por ser élite? No es lo mismo ser élite (que involucra necesariamente grupos de poder económico o político) que pertenecer a la aristocracia del pensamiento, de las artes o la cultura. Las élites políticas y económicas están conformadas por lo general por personas extremadamente incultas e ignorantes. Blanquita pertenecía a esa aristocracia del conocimiento que yo amaba y con la cual me siento plenamente identificado. Blanquita etérea, ingrávida, sutil y nadando a contracorriente sería en este época una desadaptada y posiblemente sería etiquetada como “disociada”.
El espacio se agota y olvidé decirles que en esa heterodoxia que me tocó vivir tenía cabida el rock y el socialismo. Procol Harum supo dosificar en su discurso la novedad del blues, la espiritualidad del gospel y la genial herencia de Johann Sebastian Bach. Cuando sientas sonar esa tocata que luego se transforma en blues, no olvides que en sus vibraciones una generación supo reconocerse más allá de las asimetrías y las contradicciones. Abur y hasta la próxima! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

viernes, abril 24, 2009

Un recuerdo de Don Atilio Morán


“Cuando pongo la mejilla en esa melodía,
recupero un instante la ciudad perdida.”

Juan Sánchez Peláez

Como un sueño que se resuelve en la plenitud del paisaje, me viene el recuerdo de Don Atilio Morán fundido a un pedazo de ese Maracaibo representado en sus valores cultura, música y gastronomía, y por supuesto, en su gente. En esa estirpe de zulianos fundamentales ligada indisolublemente al paisaje humano y afectivo, ubico al señor Atilio, quien se despidiera de nosotros hace dos años en su Maracaibo natal.
Con una memoria y lucidez proverbiales, Atilio Morán supo darse sin reserva a sus semejantes. Con un exacto poder de la comunicación, tenía amigos y amigas de todas las edades y diversas latitudes. Había nacido Atilio Morán exactamente en 1915. Aunque marabino de pura cepa se crió en Los Puertos de Altagracia. Sus padres Nicolás Morán y Carmen Acurero supieron acuñar en el joven Atilio una enseñanza basada en el trabajo y los valores de la honradez y la responsabilidad.
Nos cuenta su hija Gabriela Morán que el padre de Atilio murió cuando éste tenía 5 años. Era marinero, más exactamente, capitán del barco El Progreso surcador de lagos y mares. Esta nave viajó a Curazao y Aruba.
Don Atilio formaba parte de una familia de 16 hermanos. Al quedar huérfano lo pusieron a trabajar en una bodega propiedad de Felipe Amado. A los 15 años fue llevado a Caracas por su hermano, el General Manuel Morán, quien llegó a ser Ministro de Guerra y Marina durante el gobierno de Isaías Medina Angarita. Durante su permanencia en la capital inició estudios de la Guardia Nacional en Villa Zoila, la cual dejó para tomar la carrera de dactiloscopista.
Este paso importante le permitió trabajar en los servicios de Identificación y Extranjería (hoy Onidex) hasta que llega Pérez Jiménez al poder. En 1952 ingresa a los laboratorios Park Davis, firma a la cual representó hasta 1971. Junto a su fiel y amantísima esposa Graciela Josefina Leal Cubillán procreó cinco hijos: Graciela Josefina, Gisela Josefina, Bernardo José, Gabriela Josefina y Atilio José. Su longeva existencia le permitió conocer y disfrutar a sus 11 nietos y 8 bisnietos.
Estos datos tan necesarios para una semblanza nos permiten advertir la dimensión de un hombre sencillo y entregado a su familia, a los amigos y todo aquel que necesitara su mano amiga y fraterna. Con un profundo sentido cristiano ayudó a muchos a culminar sus estudios, saldar una deuda, mitigar una necesidad y sobre todo consolidar una amistad, como muchas que se mantuvieron a lo largo del tiempo.
Tengo el inmenso honor de contarme en esa numerosa legión de amigos y amigas que el señor Atilio supo cultivar durante su larga existencia. Más allá de la vinculación familiar, mi amistad viene dada por esos conductos de los afectos y ciertas afinidades por el tango, el bolero y la historia de Venezuela, de la cual era un agudo conocedor. Una noche en Choroní tuve la irrepetible oportunidad de escucharlo en una clase magistral que de manera espontánea le dio a un grupo de adolescentes que le formularon una pregunta sobre Medina Angarita.
Choroní fue también el escenario propicio para escucharlo entonar unos tangos que aún recordamos con una mezcla de placer y nostalgia
En otro escenario costeño, esta vez en Ocumare de la Costa compartimos el gusto por el bolero, específicamente en las voces de Miltinho y Felipe Pirela. En un viejo reproductor analógico nos dimos a evocar esas canciones que forman parte del universo espiritual de los latinoamericanos.
Revisar ese cancionero me llevó a los pregones zulianos de Rafael Rincón González que dibujan la esencia de la zulianidad y nos traen aunque sea por un instante la figura lúcida, memoriosa y vital de Don Atilio.
“Va cantando el pregonero vendiendo su mercancía/ Son las cinco y el lechero nos viene anunciando el día;/ Alevántese, señora que se hace de mediodía/ La leche viene en los potes con espuma de alegría/ La leche viene en los potes con espuma de alegría”. Abur y hasta la próxima! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

sábado, abril 18, 2009

Sonata del Café Picadilly


“La amistad es más difícil y más rara que el
amor. Por eso hay que salvarla como sea”
Anónimo

Entre los lugares predilectos que nos ofrece la urbe están los cafetines, especie de oasis donde el tiempo se detiene como espacio amable para la reflexión, la divagancia o el simple placer de compartir un aromático café con alguien cercano a nuestras preocupaciones e intereses estéticos.
Durante los años que viví en Caracas dos cafetines canalizaron mi atención y parte de mi tiempo de ocio: El café Viena, ubicado en el Pasaje Zingg, y el Picadilly, situado entre las esquinas de Veroes e Ibarras de la avenida Urdaneta. Al primero ya me referí en una crónica bastante explicativa. El segundo está ligado a unos recuerdos que corrían el riesgo de ser clasificados como archivos muertos.
La aplanadora del olvido estaba a punto de triturar un tramo significativo de mis recuerdos juveniles cuando gracias a un tema musical (El adagio de Albinoni) recuperé un tiempo vivo donde se dan la mano la amistad, la arquitectura de la ciudad y por supuesto la música.
Fue a principio de los 70 cuando conocí a Miriam Martínez, una trigueña que trabajaba como dependienta de la tienda Don Disco, sucursal de la avenida Urdaneta. Miriam tenía muy arraigado el don de la persuasión en cuanto a materia musical. Desde el primer momento que la vi supe que nuestra relación traspasaría la lógica casual de cliente-vendedor. Con mucha entrega y mística a su oficio me recomendaba discos de diferentes tendencias. Sus sugerencias casi siempre apuntaban hacia los clásicos.
Un señor de apellido Quesada fungía de dueño o encargado del negocio. Era un caballero discreto, amable y atento a su oficio. Por las estanterías de los vinilos de aquel entonces desfilaron exigentes melómanos de la talla de José Ignacio Cabrujas, el actor Jorge Palacios y el político Eduardo Fernández, quienes sin menospreciar sus oficios y profesiones habituales, eran clientes apasionados y actualizados en materia discográfica.
En mi caso de estudiante de la UCV con una mesada bastante irrisoria era muy poco lo que podía llevar de esa discotienda. En esos trances de economía reducida, Miriam era la asesora más eficaz que tuve en ese tiempo. Un disco de Walter Carlos versionando electrónicamente piezas de Johann Sebastian Bach fue el encargado de sellar el vínculo de una sólida amistad. Creo que fue en diciembre de 1972 cuando recibí de regalo el disco Switched on Bach, que representó todo un acontecimiento entre quienes nos iniciábamos en los caminos de la música electrónica.
Pero más que hablar del disco Switched on Bach y las excelencias de la tienda Don Disco, cabe señalar que fue precisamente a partir de mi relación con Miriam cuando comencé a visitar el cafetín Picadilly donde en incontables ocasiones nos dimos a la tertulia como preámbulo y alimento de una inolvidable amistad.
Para ese entonces, Picadilly era en nuestro imaginario un café agradable y muy propicio en el discurrir de aquellos minutos de su tiempo de descanso y el tiempo exacto que antecedía mi entrada a la Universidad. En un país donde lo hiperbólico sustituye la dimensión de lo real y el fingimiento es nuestra auténtica máscara de identidad, estas tertulias tenían el peso de querer explicarnos como país en el sentido cabrujano, de darle un sentido de trascendencia a partir de lo que leíamos, escuchábamos y se asomaba como nuestro orgullo.
Miriam era partidaria de jugar a esos juegos de espejos y realidades paralelas que señalaban las posibilidades de ser otros a partir de la permanencia vespertina en un cafetín con un nombre que no tenía nada que ver con lo que marcaba la cotidianidad nacional.
Nuestras tardes bañadas por una luz especial y condimentada con disertaciones sobre arte, música y cine daban cabida a muchas pasiones que tomaban el nombre de Bergman, Herbert von Karajan y su autocrática gestión al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Un tema casi obligatorio era Bach, esa primera pasión juvenil que nos llevó a amar la belleza y la armonía contenidas en el arte de la fuga y la ciencia del contrapunto. Esas tardes donde nunca faltó Vivaldi, Albinoni, Scarlatti y otros maestros del barroco, tienen el aire de una sonata que nunca llegaré a escribir pero que está latente en esos espacios donde belleza y verdad dan cauce y sentido a la amistad entre un hombre y una mujer. Abur y hasta la próxima! casconcert.blogspot.com cartonsil@hotmail.com, casconcert@gmail.com

Leyenda foto 1
Este disco editado en 1969 bajo la impronta de Walter Carlos fue el inicio de una bella amistad y el motivo de algunas tertulias en el Cafetín Picadilly.